Capilla ardiente en el Palacio de la Almudaina. Ante los dos féretros, y desde la sima de su dolor, Antonio Salvá ya
supo que la justicia era la exigencia irrenunciable. ¿Perdón?
¿Reconocimiento del daño causado? ¿Por parte de quién, cómo y para qué?
Las palabras pueden ser una impostura, no tienen consistencia; las
sentencias, sí. El padre del joven guardia civil Diego Salvá miró los ataúdes de su hijo y de Carlos Sáenz de Tejada,
envueltos en la bandera nacional, y se dijo que en ese sudario
patriótico tenía que haber una necesaria contrapartida: la de que los
asesinos fueran detenidos, juzgados y encarcelados. Sin embargo, han
pasado dos años y su espera ha sido, por ahora, estéril. Los etarras
autores del último atentado mortal de ETA en España, perpetrado en la
localidad mallorquina de Calvià en agosto de 2009, aún no han sido
identificados. Y ahora el comunicado de la banda de «fin definitivo de
la violencia» proyecta inevitablemente sobre las víctimas la sombra de
una posible impunidad de los crímenes sin resolver, de ese aterrador
cómputo de trescientos asesinatos etarras en los que no se ha hecho
justicia.
Son
un tercio del total, sin contar con otros muchos ataques que causaron
heridos. No es que se espere un inasumible borrón y cuenta nueva global
sobre estos casos, pero sí se teme que se levante el pie del acelerador
de la investigación policial y judicial, como inconfesada e inconfesable
moneda de cambio de la «paz». Antonio lamenta que «ni siquiera tengo
elementos de juicio sobre la marcha de la investigación, porque no se
nos informa. Trato de evitar pensar que estamos ante la rendición del
Estado de Derecho, pero me asaltan las dudas». También recela de ese
discurso ampliamente compartido en el ámbito político de que estamos
ante un alto el fuego sin cesiones: «¡Pero si se lo han dado todo, por
favor! Y ellos lo tienen clarísimo, avanzan hacia una “Euskokosovo”».
Como
los Salvà, más de trescientas familias claman para que no se baje la
guardia, aunque muchas ya hayan perdido definitivamente la esperanza.
María Jesús González, la madre de Irene Villa, trata de superar el
desaliento. Quiso una siniestra casualidad que la turbia reunión
internacional en el palacio de Ayete, con el ampuloso envoltorio de la
presencia de Kofi Annan, coincidiera con la mismísima fecha de
prescripción definitiva del salvaje atentado que en 1991 dio un vuelco
traumático a su vida.
Avalada
por su ejemplar actitud ante la vida (sonrisa perenne y empatía con el
prójimo, pese a lo que le ha tocado sufrir), desacredita las supuestas
buenas intenciones de ese aquelarre disfrazado de diplomacia, «una
pantomima —dice— que, tristemente, ha hecho creer fuera de España que ha
habido un “conflicto”, en vez del azote de una banda terrorista».
Ya considera definitiva la impunidad de los criminales que, con una
bomba activada con temporizador, le segaron un brazo y una pierna, y las
dos piernas a su niña de doce años: «Es que esa indefensión viene ya de
origen. Ni siquiera hubo toma de huellas en el lugar del atentado. Todo
lo que existe de nuestro caso es una carpeta vacía. Es lo que hay».
Los
crímenes sin resolver de ETA son la gran asignatura pendiente del
Estado de Derecho. Nunca la Administración ha hecho balance de ese
agujero negro, y fueron las propias víctimas las que se movilizaron para
evaluarlo. A raíz de la publicación del libro de Florencio Domínguez y
Rogelio Alonso «Vidas rotas», en el que se desgranan una a una las 829
semblanzas biográficas de los asesinados por ETA, la Fundación de
Víctimas del Terrorismo presidida por Maite Pagazaurtundúa se enfrascó
en la tarea de contabilizar en cuántos casos no existía sentencia
judicial. De ahí salió la cifra de 330 crímenes impunes, número que ha
ido descendiendo en goteo por la captura de etarras en los últimos
tiempos, la celebración de juicios pendientes y la comprobación de que
faltaban datos de algunas condenas. Pero, aun redondeando en 300, número
que a día de hoy se estima ajustado, sigue siendo una proporción
inasumible. Por eso, tras el anuncio del final de la banda,
las víctimas han recordado al presidente de la Audiencia Nacional,
Ángel Juanes, que necesitan tener datos oficiales. Los solicitaron hace
algo más de un año y aún no les han sido facilitados, pero en este
compás de espera el propio Juanes ha apuntado que los asesinatos sin
resolver podrían ascender a algo más de un centenar. Un cálculo que solo
puede obedecer a que no se computen los prescritos o amnistiados, algo
que las víctimas se resisten a aceptar: también están en campaña para
que los delitos de terrorismo lleguen a ser considerados de lesa
humanidad y, por tanto, no prescriban nunca.
Ese empeño se une al intento de que, a la espera de justicia, el relato de lo acontecido a lo largo de las últimas cuatro décadas se
ajuste a una verdad histórica en la que no hay dos bandos enfrentados,
sino únicamente siembra de terror indiscriminado a cargo de una banda de
asesinos. Por eso Teresa Díaz Bada, hija del superintendente de la
Ertzainzta Carlos Díaz Arcocha, asesinado en 1985, ha puesto en pie el
Foro contra la Impunidad en el País Vasco. Con el mérito añadido de que
alza su voz desde San Sebastián, donde reside y donde padece día a día
el negacionismo de Bildu.
Euforia falaz
Para
Teresa Díaz Bada, «con el reciente anuncio de ETA me dolieron tantas
demostraciones de alegría, tanta euforia, sin que nadie se hiciera eco
de lo repugnante del contenido del propio comunicado. Por no hablar de
las prisas de algunos en empezar a hablar de medidas de gracia. Sigo
confiando en el Estado de Derecho, pero tengo que hacer un gran
esfuerzo. A veces te dan ganas de coger las maletas y marcharte de tu
propio país». «Los asesinos —insiste— tienen que pasar por la actuación
de la Justicia con mayúsculas, otra cosa no vale. Hay que ir más allá de
ese discurso melifluo de una petición genérica de perdón. No queremos la compasión de tipos como Garitano,
sino apoyo del Estado de Derecho. ¿Cómo puede decir el fiscal general
del País Vasco que “sabremos ser generosos”? ¡Pero si es usted el
fiscal, no hay quien digiera eso! Lo que mi familia y yo necesitamos
saber es quién mató a mi padre y quiénes colaboraron para que lo
asesinaran. Y que se les juzgue por ello. Igual que tienen que aclarar
qué pasó con Pertur, pues la impunidad etarra no solo se da de puertas
para fuera».
Idéntico discurso enarbola la familia de Manuel Giménez Abad,
el dirigente aragonés del PP asesinado por ETA en 2001, sin que nadie
haya sido aún condenado por ello. Su hijo Manuel Giménez Larraz apunta
que tras el comunicado de la banda no puede evitar la incertidumbre
sobre si se mantendrá la presión judicial, policial y política sobre los
terroristas. Y le preocupa, porque «cuando te lo han arrebatado todo lo
único que te queda es que se haga justicia. A los terroristas no les
exijo nada, se lo exijo al Estado de Derecho. La impunidad a cambio de
dejar de matar es un flaco favor a nuestra democracia». Además, sufrió
una punzada «cuando supe que el encapuchado que leyó el último
comunicado era David Pla. Un etarra que fue detenido acusado de haber
pasado la información para que asesinaran a mi padre y que fue absuelto
por falta de pruebas».
Años de plomo y de impunidad
Pero
en los casos de esta última década aún está abierta la posibilidad de
actuación judicial, de reparación, algo que ya no se ve factible para
los de los «años de plomo», en la década de los ochenta. Bien lo sabe
Ana María Vidal-Abarca, fundadora de la AVT. Tras el asesinato en 1980
de su esposo, Jesús Velasco, comandante del Ejército y jefe del cuerpo
de Miñones de Álava, quedó viuda con cuatro hijas pequeñas. Ana Velasco,
la primogénita, pone hoy voz al clamor de la familia: «Dos personas involucradas en el asesinato de mi padre no han sido ni van a ser juzgadas.
El primero es Lorenzo Ayestarán. Lo detuvieron en Francia en marzo de
2010 después de pasar 26 años en Venezuela. Este individuo se benefició
en 1977 de la Ley de Amnistía, gracias a la cual cometió unos diez
asesinatos entre 1979 y 1982. Cuando lo detuvieron y nos interesamos por
su situación con respecto al asesinato de mi padre —del que fue autor
material de los disparos—, descubrimos que no le habían procesado a
pesar de las declaraciones inculpatorias de otros etarras, testigos y
otras numerosas pruebas existentes. El segundo es Ignacio Miguel García Arregui, “Iñaki de Rentería”.
En marzo de 2009, la Fiscalía pidió para él 27 años de cárcel, pero en
noviembre el juez archivó el caso por prescripción, a pesar de que
cuando fue detenido en Francia no había transcurrido el plazo legal para
dicha prescripción, que se produjo debido a que el Ministerio Fiscal no
solicitó su extradición a tiempo. También se había beneficiado de la
funesta Ley de Amnistía de 1977».
Porque
la posibilidad de impunidad es mucho más que mera suspicacia dolorida
de las víctimas. Ya ha sucedido. También lo denunciaron hace unos años
en una carta conjunta publicada en ABC
Ángel Altuna y José Ignacio Ustarán, hijos de víctimas de ETA
Político-Militar cuyos asesinatos quedaron sin castigo después de que
esa facción terrorista dejara las armas. Y lo más inquietante es que
ahora hay quien pone aquel episodio como ejemplo.
Fuente: ABC