sábado, 21 de enero de 2012

300, Una cifra incómoda

Capilla ardiente en el Palacio de la Almudaina. Ante los dos féretros, y desde la sima de su dolor, Antonio Salvá ya supo que la justicia era la exigencia irrenunciable. ¿Perdón? ¿Reconocimiento del daño causado? ¿Por parte de quién, cómo y para qué? Las palabras pueden ser una impostura, no tienen consistencia; las sentencias, sí. El padre del joven guardia civil Diego Salvá miró los ataúdes de su hijo y de Carlos Sáenz de Tejada, envueltos en la bandera nacional, y se dijo que en ese sudario patriótico tenía que haber una necesaria contrapartida: la de que los asesinos fueran detenidos, juzgados y encarcelados. Sin embargo, han pasado dos años y su espera ha sido, por ahora, estéril. Los etarras autores del último atentado mortal de ETA en España, perpetrado en la localidad mallorquina de Calvià en agosto de 2009, aún no han sido identificados. Y ahora el comunicado de la banda de «fin definitivo de la violencia» proyecta inevitablemente sobre las víctimas la sombra de una posible impunidad de los crímenes sin resolver, de ese aterrador cómputo de trescientos asesinatos etarras en los que no se ha hecho justicia.

Son un tercio del total, sin contar con otros muchos ataques que causaron heridos. No es que se espere un inasumible borrón y cuenta nueva global sobre estos casos, pero sí se teme que se levante el pie del acelerador de la investigación policial y judicial, como inconfesada e inconfesable moneda de cambio de la «paz». Antonio lamenta que «ni siquiera tengo elementos de juicio sobre la marcha de la investigación, porque no se nos informa. Trato de evitar pensar que estamos ante la rendición del Estado de Derecho, pero me asaltan las dudas». También recela de ese discurso ampliamente compartido en el ámbito político de que estamos ante un alto el fuego sin cesiones: «¡Pero si se lo han dado todo, por favor! Y ellos lo tienen clarísimo, avanzan hacia una “Euskokosovo”».

Como los Salvà, más de trescientas familias claman para que no se baje la guardia, aunque muchas ya hayan perdido definitivamente la esperanza. María Jesús González, la madre de Irene Villa, trata de superar el desaliento. Quiso una siniestra casualidad que la turbia reunión internacional en el palacio de Ayete, con el ampuloso envoltorio de la presencia de Kofi Annan, coincidiera con la mismísima fecha de prescripción definitiva del salvaje atentado que en 1991 dio un vuelco traumático a su vida.

Avalada por su ejemplar actitud ante la vida (sonrisa perenne y empatía con el prójimo, pese a lo que le ha tocado sufrir), desacredita las supuestas buenas intenciones de ese aquelarre disfrazado de diplomacia, «una pantomima —dice— que, tristemente, ha hecho creer fuera de España que ha habido un “conflicto”, en vez del azote de una banda terrorista». Ya considera definitiva la impunidad de los criminales que, con una bomba activada con temporizador, le segaron un brazo y una pierna, y las dos piernas a su niña de doce años: «Es que esa indefensión viene ya de origen. Ni siquiera hubo toma de huellas en el lugar del atentado. Todo lo que existe de nuestro caso es una carpeta vacía. Es lo que hay».

Los crímenes sin resolver de ETA son la gran asignatura pendiente del Estado de Derecho. Nunca la Administración ha hecho balance de ese agujero negro, y fueron las propias víctimas las que se movilizaron para evaluarlo. A raíz de la publicación del libro de Florencio Domínguez y Rogelio Alonso «Vidas rotas», en el que se desgranan una a una las 829 semblanzas biográficas de los asesinados por ETA, la Fundación de Víctimas del Terrorismo presidida por Maite Pagazaurtundúa se enfrascó en la tarea de contabilizar en cuántos casos no existía sentencia judicial. De ahí salió la cifra de 330 crímenes impunes, número que ha ido descendiendo en goteo por la captura de etarras en los últimos tiempos, la celebración de juicios pendientes y la comprobación de que faltaban datos de algunas condenas. Pero, aun redondeando en 300, número que a día de hoy se estima ajustado, sigue siendo una proporción inasumible. Por eso, tras el anuncio del final de la banda, las víctimas han recordado al presidente de la Audiencia Nacional, Ángel Juanes, que necesitan tener datos oficiales. Los solicitaron hace algo más de un año y aún no les han sido facilitados, pero en este compás de espera el propio Juanes ha apuntado que los asesinatos sin resolver podrían ascender a algo más de un centenar. Un cálculo que solo puede obedecer a que no se computen los prescritos o amnistiados, algo que las víctimas se resisten a aceptar: también están en campaña para que los delitos de terrorismo lleguen a ser considerados de lesa humanidad y, por tanto, no prescriban nunca.

Ese empeño se une al intento de que, a la espera de justicia, el relato de lo acontecido a lo largo de las últimas cuatro décadas se ajuste a una verdad histórica en la que no hay dos bandos enfrentados, sino únicamente siembra de terror indiscriminado a cargo de una banda de asesinos. Por eso Teresa Díaz Bada, hija del superintendente de la Ertzainzta Carlos Díaz Arcocha, asesinado en 1985, ha puesto en pie el Foro contra la Impunidad en el País Vasco. Con el mérito añadido de que alza su voz desde San Sebastián, donde reside y donde padece día a día el negacionismo de Bildu.

Euforia falaz


Para Teresa Díaz Bada, «con el reciente anuncio de ETA me dolieron tantas demostraciones de alegría, tanta euforia, sin que nadie se hiciera eco de lo repugnante del contenido del propio comunicado. Por no hablar de las prisas de algunos en empezar a hablar de medidas de gracia. Sigo confiando en el Estado de Derecho, pero tengo que hacer un gran esfuerzo. A veces te dan ganas de coger las maletas y marcharte de tu propio país». «Los asesinos —insiste— tienen que pasar por la actuación de la Justicia con mayúsculas, otra cosa no vale. Hay que ir más allá de ese discurso melifluo de una petición genérica de perdón. No queremos la compasión de tipos como Garitano, sino apoyo del Estado de Derecho. ¿Cómo puede decir el fiscal general del País Vasco que “sabremos ser generosos”? ¡Pero si es usted el fiscal, no hay quien digiera eso! Lo que mi familia y yo necesitamos saber es quién mató a mi padre y quiénes colaboraron para que lo asesinaran. Y que se les juzgue por ello. Igual que tienen que aclarar qué pasó con Pertur, pues la impunidad etarra no solo se da de puertas para fuera».

Idéntico discurso enarbola la familia de Manuel Giménez Abad, el dirigente aragonés del PP asesinado por ETA en 2001, sin que nadie haya sido aún condenado por ello. Su hijo Manuel Giménez Larraz apunta que tras el comunicado de la banda no puede evitar la incertidumbre sobre si se mantendrá la presión judicial, policial y política sobre los terroristas. Y le preocupa, porque «cuando te lo han arrebatado todo lo único que te queda es que se haga justicia. A los terroristas no les exijo nada, se lo exijo al Estado de Derecho. La impunidad a cambio de dejar de matar es un flaco favor a nuestra democracia». Además, sufrió una punzada «cuando supe que el encapuchado que leyó el último comunicado era David Pla. Un etarra que fue detenido acusado de haber pasado la información para que asesinaran a mi padre y que fue absuelto por falta de pruebas».

Años de plomo y de impunidad


Pero en los casos de esta última década aún está abierta la posibilidad de actuación judicial, de reparación, algo que ya no se ve factible para los de los «años de plomo», en la década de los ochenta. Bien lo sabe Ana María Vidal-Abarca, fundadora de la AVT. Tras el asesinato en 1980 de su esposo, Jesús Velasco, comandante del Ejército y jefe del cuerpo de Miñones de Álava, quedó viuda con cuatro hijas pequeñas. Ana Velasco, la primogénita, pone hoy voz al clamor de la familia: «Dos personas involucradas en el asesinato de mi padre no han sido ni van a ser juzgadas. El primero es Lorenzo Ayestarán. Lo detuvieron en Francia en marzo de 2010 después de pasar 26 años en Venezuela. Este individuo se benefició en 1977 de la Ley de Amnistía, gracias a la cual cometió unos diez asesinatos entre 1979 y 1982. Cuando lo detuvieron y nos interesamos por su situación con respecto al asesinato de mi padre —del que fue autor material de los disparos—, descubrimos que no le habían procesado a pesar de las declaraciones inculpatorias de otros etarras, testigos y otras numerosas pruebas existentes. El segundo es Ignacio Miguel García Arregui, “Iñaki de Rentería”. En marzo de 2009, la Fiscalía pidió para él 27 años de cárcel, pero en noviembre el juez archivó el caso por prescripción, a pesar de que cuando fue detenido en Francia no había transcurrido el plazo legal para dicha prescripción, que se produjo debido a que el Ministerio Fiscal no solicitó su extradición a tiempo. También se había beneficiado de la funesta Ley de Amnistía de 1977».

Porque la posibilidad de impunidad es mucho más que mera suspicacia dolorida de las víctimas. Ya ha sucedido. También lo denunciaron hace unos años en una carta conjunta publicada en ABC Ángel Altuna y José Ignacio Ustarán, hijos de víctimas de ETA Político-Militar cuyos asesinatos quedaron sin castigo después de que esa facción terrorista dejara las armas. Y lo más inquietante es que ahora hay quien pone aquel episodio como ejemplo.

Fuente: ABC